Por Patricio Barría. En: Cuadernos Supay Wasi #5 (ISSN 0719-9600)

Extendí mis brazos y comencé a girar, frenéticamente, en el sentido contrario a las agujas del reloj. El ritmo de los bombos leguëros se hizo repentinamente muy raro, amorfo y casi inaudible. Comprendí que ya estaba totalmente perdido en la magia de aquella danza. Los sentidos se desvanecieron, todo fue muy rápido e inesperado.
De un repentino golpe, caí sentado por la mareación, al tiempo que fui succionado por un remolino, hacia un abismo oscuro. Y aparecí en otro mundo, del cual nunca supe su existencia hasta aquel momento. En aquel lugar todo giraba, como si un remolino demoníaco lo consumiera todo. Lo que había antes –en el lugar donde comenzó aquel baile ritual– desapareció; las personas, el paisaje, la música, las rocas, ya no había nada de aquello. Solo yo existía, aporreado por aquel remolino, en la soledad más extrema, sentado con las piernas recogidas, resistiendo al mareo.
En el centro de aquel universo, donde todo giraba hacia la izquierda y era absolutamente oscuro. En el centro del mundo negro me encontraba, sin previo aviso.
De repente unos puntos luminosos empezaron a materializarse, agrupándose y haciéndose más densos, girando alrededor mío.
La luz siguió apareciendo y agrupándose, como pequeños puntos de luz que, entremedio de la absoluta oscuridad, se juntaban y crecían, cada vez más densos y –a medida que gibaban en torno mío– iban adquiriendo forma de cometa.
En aquel instante vertiginoso una claridad alumbró mi entendimiento y creí comprender un lenguaje o una información -que explicaba los sucesos de aquel desconocido universo. Al mismo tiempo que aquella materia luminosa se formaba a mi alrededor, sentí que era una especie de átomo primigenio o la partícula más pequeña de todo lo existente –a la vez que me invadió la sensación de estar experimentando el amanecer del tiempo. Y vi como se organizaba aquella materia o energía en la partícula más pequeña. A medida que esta materia giraba alrededor mío, se iba ampliando la escala –mientras que nuevos ciclos del incesante giro hacia la izquierda se efectuaban– de las sucesivas formaciones estructurales de lo existente; se iba ampliando la escala hacia formas cada vez más grandes que aquel primer átomo originario, aunque siempre el orden y los lineamientos originales eran los mismos, en todas las escalas.
Hasta que llegaron los astros y experimenté aquella vida, ya no desde el ínfimo átomo, sino desde la perspectiva de la Tierra. Experimentaba el paso del sol y con ello el paso de las estaciones cíclicas y la esencia de cada una. Siguiendo aquel vertiginoso viaje, adentro del susodicho remolino, vi que la vida estaba signada por las cuatro estaciones del año. Todo lo que existe, a medida que empieza a girar, debe pasar necesariamente por cuatro etapas, la Tierra y todo lo existente. Una cruz divide el universo en cuatro secciones, los cuatro vientos.
Mientras pasaba el invierno cósmico, y a la vez el invierno individual, ocurrió la aclaración del milagro de la vida. Después de la muerte invernal viene el renacimiento en la primavera, la muerte es simplemente un estadio más, en la interminable cadena, de todo lo existente. Morir es nacer. Un infinita felicidad me invadió al experimentar aquel renacimiento constante y me hizo perder el miedo al final, a la muerte y a la oscuridad.
Tan rápido como empezó todo también se acabó, aquel remolino me botó nuevamente a mi lugar de origen, la música se hacía audible nuevamente y el escenario recuperó su forma. Este viaje al infinito, absorbido por el remolino, debe haber durado unos, bien intensos, treinta y tres segundos.
«En el remolino de la vida, la muerte es un simple amanecer. La vida es lo que nunca se acaba y dar vueltas, su razón de ser.»
